Una vaca que era sana agonizó en
el establo, todo iría de mal en peor entonces la meningitis se robó a su
primogénita ,sobrevino el hambre y la viudez y Paula decidió que la muerte no
entraba más a su casa.
Tapió las ventanas, se consiguió
a un chico que le cumpliera los recados y se quedó a durar hasta los 95 en la
misma cocina, entre figurines, tizas planas y el pedaleo de su singer que se
fue espaciando hasta ser inaudible.
Un buen día le floreció el malvón
y ella mandó a sacar el espejo de la cocina. Lo puso en un cuartito al fondo de
la casa en donde sólo entraban a probarse las clientas.
Ella no se miró más. Por la
mañana ponía la pava y mientras el fuego hacía lo suyo buscaba un retazo de
género en el cajón de la máquina. De memoria se alisaba el pelo, lo sujetaba
con un moño discreto.
Pronto, como sus hijas también
envejecían y ya padecían achaques propios de la edad, dejó de conocerlas.
Estaba convencida de que la tía
Nancy era una clienta rica de la época en que cosía vestidos de novia y cada
vez que la veía le preguntaba por la estancia La Felicidad y qué grandes
estarían los potrillos. A mi madre le preguntaba qué desea usted señora,
entornando la puerta con la cadena puesta y vuelva más tarde y no tengo dinero
para colaborar con la rifa.
Me llegó el olvido un día de
verano.
Puso los ojos claritos, me tocó
la cabeza y se puso a tejer una muñequita de trapo que bautizamos con el nombre
de la difunta.