El 27/4 se abrió "Dos mujeres, tres formas", muestra de fotografía y pintura que pueden visitar hasta el 12/5 en el Centro Cultural El Surco (Boedo 830. 1er piso) de 16hs a 22hs.
Lo que sigue es el texto del curador, Martín Palacio Gamboa.
Dos mujeres, tres formas.
Si concibiéramos, al estilo de los viejos cabalistas, el mundo y la interpretación que hacemos del mismo como un vasto texto en donde cada letra y cada coma determinan múltiples variantes, la mujer bien podría ser un signo de a-gramaticalidad, una huella de la subjetividad no regulada por el orden masculinamente logocéntrico a lo largo de la historia. Y no por mero espíritu de contradicción (preso a su vez de lo que opone) sino por exceso, gratuidad y celebración: engloba una perspectiva que busca la matriz de ciertos códigos culturales y que a su vez realiza un modo de balance para exceder el espacio cartografiado, la reciente normatividad, y explorar las promesas de lo nuevo. De allí que Viviana Araujo y Marisa Negri, sepan que lo nuevo es lo que se empieza a avizorar y suscitamos pero aun no conocemos del todo. Ese no-saber ya no es disciplinario, ni siquiera inter-disciplinario, sino trans-versal: es en este punto donde surge el (des)concierto que ofrecen los registros de estas dos artistas a través de la pintura y la fotografía. Ellas son las que acuerdan que la fuerza de lo procesal, desatada por la práctica del des-basar lo dado como normativo que surge en la conjunción de dos modos de trabajo, es un flujo anticanónico que, al revisar el no-lugar de lo femenino (y al afirmar su fuerza), provoca una suerte de nuevas lecturas respecto a lo que el mundo en cuanto texto no dice y sin embargo pesa tanto como la tinta con que ha sido escrito.
La obra de Viviana Araujo, a partir de una iconografía estilizada y deudora de las culturas afroindígenas de América Latina, nos remite a una mirada mítica de fuerte intencionalidad subversiva. Propone un revisionismo respecto al hecho de que la mujer, tradicionalmente vista como representación más que como sujeto activo de representaciones, ha debido romper con el mito de su semiótica y trascender a los tres aspectos que, según Cirlot, apoyándose en Jung, el imaginario colectivo plantea: “sirena, lamia o ser monstruoso que encanta, divierte y aleja de la evolución; Magna Mater, o amada o ánima”. Jung propone las tres nociones de mujer que han prevalecido en el inconsciente colectivo (del hombre, podría indicarse, aunque, como consecuencia, también de la mujer como auto-representación) en las que la representación femenina (impulsiva, Eva; afectiva, Elena; intelectual, Sofía; y moral, María) se asienta para ser objeto de construcción por parte de otros. Por eso los cuadros de Araujo expresan una diferencia en el lenguaje del trazo, superando esa lógica que se articuló fundamentalmente en el dualismo masculino/femenino. Tal modalidad tiene su sustento en la idea de que es posible afirmar la existencia de una doble economía libidinal, masculina y femenina, caracterizada en el primer caso por el “reino de lo propio”: el de la propia identidad, el autoengrandecimiento y la dominación arrogante; y, en el segundo, por el “reino de lo ofrendado”, donde residen la generosidad, la aceptación de la diferencia y desaparece el temor a la castración, por ser el lugar del intercambio y el encuentro orgásmico con el otro.
Desde esta visión, lo femenino se convierte en el núcleo vital y energético de los seres humanos (de allí la figuración permanente de los peces y las espigas), en la fuente del poder y el goce (de allí la presencia de la luna, y los pechos o cuerpos enteramente descubiertos de sus mujeres); una pulsión que, en ocasiones, Araujo podría identificar con un estilo escritural del trazo que va más allá de la determinante biológica, vinculándose con la presencia simbólica de la Voz de la Madre, esa palabra innombrable arraigada en la fase preedípica, que pervive en un momento anterior a la instauración de la Ley del Padre. La mujer que traza o altera la textualidad del mundo a través de su acrilírica, por tanto, estaría ubicada más allá del Orden Simbólico y, de este modo, podría situarse fuera del tiempo lineal y de los constreñimientos que imponen la identidad y la sintaxis, habitando un espacio en el que puede ser inmensamente poderosa en razón de la fuerza protectora que se proyecta desde la figura materna.
A través de un conjunto de ejes temáticos que la acercan a la obra de Pierre Verger y a disciplinas tales como la antropología sociológica -los rostros y rastros de una cultura multifacética como la que ofrece Bahía, la numinosidad omnipresente de Iemanjá, la celebración de cultos y ritos sincretistas-, Marisa Negri propone un abordaje documentalista de la fotografía que permanentemente alcanza aquel punto en el cual el registro genera un efecto estético (efecto liberatorio de las reservas de la memoria y de la imaginación), dándole de ese modo al observador el más aquí y el más allá de la imagen sin que se recurra a las cortapisas ideológicas de una supuesta neutralidad. En efecto, la artista evidencia la naturaleza ficticia de esa neutralidad gracias a las intervenciones digitalizadas y el collage sobre registros mayormente en blanco y negro; más aún cuando se trata de dar una mirada que construya hermenéuticamente la alteridad de lo bahiano, ese sujeto histórico/cultural que se encuentra sometido al exotismo exigido por las políticas turísticas y la parafernalia de los mass media. Como una forma de desmantelamiento sistemático, Negri toma lo que le ofrece ese contexto sobre el que se actúa apropiándose de algo que es importado como segmento irrevocablemente fragmentario. Y en el ejercicio de su recomposición (un buen ejemplo se encuentra en Tríptico), se agencia la capacidad de dotar a la imagen producida de un "sentido otro", poniéndose del lado de aquello que resiste a la pretensión simbólica que ordena la economía occidental del signo -en tanto ella es, antes que lenguaje, huella, escritura, la producción inintencional de un inconsciente maquínico, pura materialidad. Por eso la recurrencia a lo mítico en cuanto práctica metafórica de aproximación a una realidad que preserva siempre el enigma de lo no decible: hace vacilar la seguridad de nuestras discursividades deudoras de una modernidad que hizo de la subalternidad su signo distintivo en América Latina.
Como en las canciones de los repentistas, esos trovadores del nordeste brasileño, Negri propone una deconstrucción de lo mítico y su percepción que en sí no es ningún acto gratuito, gracias a la objetividad en el encuadramiento de los momentos importantes de los rituales que se condensa, principalmente, en los detalles sobre el cuerpo de los fotografiados como soporte de esos mismos ritos. Hay que pasar -y de hecho se pasa- del esquema de la repetición de lo mismo a la promesa de algo otro, y así un conjunto de ceremoniales y celebraciones que nos remita a nuestros orígenes más primigenios puede devenir perfectamente un relato de toda fundación futura. En otros términos, lo mítico contiene un fuerte factor de futurización porque mediante la acción de ese conjunto instituido de ritos (la danza, la invocación de la gran Madre que es Iemanjá y que, inconscientemente, representa un momento anterior a la instauración de la Ley opresiva del Padre, esa instancia en que el hombre empieza a verse como ser caído o pasible de ser condenado), la situación originaria es traída a la existencia presente. Si se quiere, podemos acotar que estas lecturas entrecruzadas con el montaje, sus registros, no sólo genera una especie de radicalidad política: también genera una especie de radicalidad ontológica en que la cuestión del ser tiene sentido ya que hacemos parte de toda esa otredad manifestada ante la cámara.
Viviana Araujo: www.vinaraujo.blogspot.com
Marisa Negri: www.unaruna.blogspot.com
Lo que sigue es el texto del curador, Martín Palacio Gamboa.
Dos mujeres, tres formas.
por Martín Palacio Gamboa
Si concibiéramos, al estilo de los viejos cabalistas, el mundo y la interpretación que hacemos del mismo como un vasto texto en donde cada letra y cada coma determinan múltiples variantes, la mujer bien podría ser un signo de a-gramaticalidad, una huella de la subjetividad no regulada por el orden masculinamente logocéntrico a lo largo de la historia. Y no por mero espíritu de contradicción (preso a su vez de lo que opone) sino por exceso, gratuidad y celebración: engloba una perspectiva que busca la matriz de ciertos códigos culturales y que a su vez realiza un modo de balance para exceder el espacio cartografiado, la reciente normatividad, y explorar las promesas de lo nuevo. De allí que Viviana Araujo y Marisa Negri, sepan que lo nuevo es lo que se empieza a avizorar y suscitamos pero aun no conocemos del todo. Ese no-saber ya no es disciplinario, ni siquiera inter-disciplinario, sino trans-versal: es en este punto donde surge el (des)concierto que ofrecen los registros de estas dos artistas a través de la pintura y la fotografía. Ellas son las que acuerdan que la fuerza de lo procesal, desatada por la práctica del des-basar lo dado como normativo que surge en la conjunción de dos modos de trabajo, es un flujo anticanónico que, al revisar el no-lugar de lo femenino (y al afirmar su fuerza), provoca una suerte de nuevas lecturas respecto a lo que el mundo en cuanto texto no dice y sin embargo pesa tanto como la tinta con que ha sido escrito.
La obra de Viviana Araujo, a partir de una iconografía estilizada y deudora de las culturas afroindígenas de América Latina, nos remite a una mirada mítica de fuerte intencionalidad subversiva. Propone un revisionismo respecto al hecho de que la mujer, tradicionalmente vista como representación más que como sujeto activo de representaciones, ha debido romper con el mito de su semiótica y trascender a los tres aspectos que, según Cirlot, apoyándose en Jung, el imaginario colectivo plantea: “sirena, lamia o ser monstruoso que encanta, divierte y aleja de la evolución; Magna Mater, o amada o ánima”. Jung propone las tres nociones de mujer que han prevalecido en el inconsciente colectivo (del hombre, podría indicarse, aunque, como consecuencia, también de la mujer como auto-representación) en las que la representación femenina (impulsiva, Eva; afectiva, Elena; intelectual, Sofía; y moral, María) se asienta para ser objeto de construcción por parte de otros. Por eso los cuadros de Araujo expresan una diferencia en el lenguaje del trazo, superando esa lógica que se articuló fundamentalmente en el dualismo masculino/femenino. Tal modalidad tiene su sustento en la idea de que es posible afirmar la existencia de una doble economía libidinal, masculina y femenina, caracterizada en el primer caso por el “reino de lo propio”: el de la propia identidad, el autoengrandecimiento y la dominación arrogante; y, en el segundo, por el “reino de lo ofrendado”, donde residen la generosidad, la aceptación de la diferencia y desaparece el temor a la castración, por ser el lugar del intercambio y el encuentro orgásmico con el otro.
Desde esta visión, lo femenino se convierte en el núcleo vital y energético de los seres humanos (de allí la figuración permanente de los peces y las espigas), en la fuente del poder y el goce (de allí la presencia de la luna, y los pechos o cuerpos enteramente descubiertos de sus mujeres); una pulsión que, en ocasiones, Araujo podría identificar con un estilo escritural del trazo que va más allá de la determinante biológica, vinculándose con la presencia simbólica de la Voz de la Madre, esa palabra innombrable arraigada en la fase preedípica, que pervive en un momento anterior a la instauración de la Ley del Padre. La mujer que traza o altera la textualidad del mundo a través de su acrilírica, por tanto, estaría ubicada más allá del Orden Simbólico y, de este modo, podría situarse fuera del tiempo lineal y de los constreñimientos que imponen la identidad y la sintaxis, habitando un espacio en el que puede ser inmensamente poderosa en razón de la fuerza protectora que se proyecta desde la figura materna.
A través de un conjunto de ejes temáticos que la acercan a la obra de Pierre Verger y a disciplinas tales como la antropología sociológica -los rostros y rastros de una cultura multifacética como la que ofrece Bahía, la numinosidad omnipresente de Iemanjá, la celebración de cultos y ritos sincretistas-, Marisa Negri propone un abordaje documentalista de la fotografía que permanentemente alcanza aquel punto en el cual el registro genera un efecto estético (efecto liberatorio de las reservas de la memoria y de la imaginación), dándole de ese modo al observador el más aquí y el más allá de la imagen sin que se recurra a las cortapisas ideológicas de una supuesta neutralidad. En efecto, la artista evidencia la naturaleza ficticia de esa neutralidad gracias a las intervenciones digitalizadas y el collage sobre registros mayormente en blanco y negro; más aún cuando se trata de dar una mirada que construya hermenéuticamente la alteridad de lo bahiano, ese sujeto histórico/cultural que se encuentra sometido al exotismo exigido por las políticas turísticas y la parafernalia de los mass media. Como una forma de desmantelamiento sistemático, Negri toma lo que le ofrece ese contexto sobre el que se actúa apropiándose de algo que es importado como segmento irrevocablemente fragmentario. Y en el ejercicio de su recomposición (un buen ejemplo se encuentra en Tríptico), se agencia la capacidad de dotar a la imagen producida de un "sentido otro", poniéndose del lado de aquello que resiste a la pretensión simbólica que ordena la economía occidental del signo -en tanto ella es, antes que lenguaje, huella, escritura, la producción inintencional de un inconsciente maquínico, pura materialidad. Por eso la recurrencia a lo mítico en cuanto práctica metafórica de aproximación a una realidad que preserva siempre el enigma de lo no decible: hace vacilar la seguridad de nuestras discursividades deudoras de una modernidad que hizo de la subalternidad su signo distintivo en América Latina.
Como en las canciones de los repentistas, esos trovadores del nordeste brasileño, Negri propone una deconstrucción de lo mítico y su percepción que en sí no es ningún acto gratuito, gracias a la objetividad en el encuadramiento de los momentos importantes de los rituales que se condensa, principalmente, en los detalles sobre el cuerpo de los fotografiados como soporte de esos mismos ritos. Hay que pasar -y de hecho se pasa- del esquema de la repetición de lo mismo a la promesa de algo otro, y así un conjunto de ceremoniales y celebraciones que nos remita a nuestros orígenes más primigenios puede devenir perfectamente un relato de toda fundación futura. En otros términos, lo mítico contiene un fuerte factor de futurización porque mediante la acción de ese conjunto instituido de ritos (la danza, la invocación de la gran Madre que es Iemanjá y que, inconscientemente, representa un momento anterior a la instauración de la Ley opresiva del Padre, esa instancia en que el hombre empieza a verse como ser caído o pasible de ser condenado), la situación originaria es traída a la existencia presente. Si se quiere, podemos acotar que estas lecturas entrecruzadas con el montaje, sus registros, no sólo genera una especie de radicalidad política: también genera una especie de radicalidad ontológica en que la cuestión del ser tiene sentido ya que hacemos parte de toda esa otredad manifestada ante la cámara.
Viviana Araujo: www.vinaraujo.blogspot.com
Marisa Negri: www.unaruna.blogspot.com
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