viernes, febrero 26, 2010

La mitología de la falta (Michel Onfray)


Veinte siglos de judeocristianismo -al por mayor- dejan huellas en el formateado del cuerpo occidental. El reciclaje de la tradición pitagórica, pero sobre todo platónica, lega a la Europa cristiana un cuerpo esquizofrénico, que se odia a sí mismo y reinvindica para sí la ficción de una supuesta alma inmaterial e inmortal, y termina por gozar de la pulsión de muerte cultivada ad nauseam por la ideología dominante.

Si, a la manera de la novela El sofá de Crébillon, pudiese hablar el diván de los analistas o el sillón del consultorio del sexólogo, oiríamos con toda probabilidad cosas deprimentes sobre el uso sexuado de la carne, las vueltas y los rodeos de la libido, y lo que globalmente llamaré miseria sexual para evitar lo que, de la zoofilia a la necrofilia, pasando por la pedofilia, muestra la nefasta inclinación del homo sapiens a gozar de objetos pasivos, sometidos por su violencia. La famosa pareja heterosexual, para abreviar, sufre igualmente la presencia de la brutalidad salvaje.

El erotismo actúa como antídoto de la naturaleza definida por su naturaleza bestial: cuando el sexo habla por sí solo expresa las pulsiones más brutales del cerebro reptílico; cuando se manifiesta en el artificio, recoge lo mejor de la civilización que lo produce. Si buscamos similitudes entre la erótica judeocristiana y la erótica china, india, japonesa, nepalesa, persa, griega o romana, no encontraremos ninguna. Mas bien lo contrario de una erótica: odio al cuerpo, a la carne, al deseo, al placer de las mujeres y al goce. No hay ningún arte de goce católico, sino un dispositivo omnisciente castrador y destructor de toda veleidad hedonista.

Uno de los pilares de esta máquina de producir eunucos, vírgenes, santos, madres y esposas en grandes cantidades se erige a costa de lo femenino en la mujer. Ella es la primera víctima del antierotismo, culpable de todo en ese campo. Para fundar la lógica de lo peor del sexo, Occidente inventa el mito del deseo como falta. Desde el discurso sobre el andrógino que pronuncia Aristófanes en el Banquete de Platón hasta los Escritos de Jacques Lacan, pasando por el corpus paulino, la ficción dura y perdura.

¿Qué dice? En pocas palabras: los hombres y las mujeres provienen de una unidad primitiva destruida por los dioses debido a su insolencia de gozar su totalidad perfecta; somos fragmentos, pedazos e incompletud; el deseo nombra la búsqueda de esa forma primitiva; el placer define la creencia de la realización fantasmagórica de ese animal esférico, puesto que es perfecto. El deseo como falta y el placer como satisfacción de esa falta se encuentran en el origen del malestar y la miseria sexual.

En efecto, esa ficción peligrosa conduce a buscar lo inexistente y por lo tanto a encontrar la frustración. La búsqueda del Príncipe azul –o la de su fórmula femenina- produce decepciones: lo real nunca soporta las comparaciones con el ideal.La voluntad de completud genera el dolor de la incompletud, salvo que se pongan en marcha mecanismos de defensa, como la negación, que impiden la manifestación de lo evidente en la conciencia. La decepción termina siempre por salir a la luz cuando comparamos lo real con lo imaginario que vehiculiza la moral dominante, con la ayuda de la ideología, la política y la religión, que actúan conjuntamente para reproducir y conservar la mitología primitiva.

Ahora bien, el deseo no es falta, sino exceso que amenaza con desbordarse; el placer no define la completud supuestamente realizada, sino el desborde por el desahogo. No hay metafísica de animales primitivos y andróginos, sino una física de la materia y una mecánica de los fluidos. Eros no desciende del cielo de las ideas platónicas, sino de las partículas del filósofo materialista. De ahí surge la necesidad de una erótica poscristiana, solar y atómica.

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